Ciento cincuenta mil seres, mujeres y hombres, son anualmente encerrados en las cárceles de Francia; muchos millones en las de Europa.
Enormes cantidades gasta Francia en sostener aquellos edificios, y no menores sumas en engrasar las diversas piezas de aquella pesada máquina – policía y magistratura – encargada de poblar sus prisiones. Y, como el dinero no brota solo en las cajas del Estado, sino que cada moneda de oro representa la pesada labor de un obrero, resulta de aquí, que todos los años, el producto de millones de jornadas de trabajo es empleado en el mantenimiento de las prisiones.
Pero ¿ quién, prescindiendo de algunos filántropos y dos o tres administradores, se ocupa en la actualidad de los resultados que se van obteniendo? De todo se habla en la prensa, que, sin embargo, casi nunca se ocupa en nada que a las prisiones se refiera. Si alguna vez se habla de ellas, no es sino a consecuencia de revelaciones más o menos escandalosas. En tales casos, por espacio de quince días se grita contra la administración, se piden nuevas leyes que vayan a aumentar el número, nada bajo, de las vigentes, y pasado aquel tiempo, todo queda igual, si no cambia y se hace peor.
En cuanto a la actitud regular de la sociedad y de la prensa respecto a los detenidos, no pasa de la más completa indiferencia: con tal de que tengan pan que comer, agua para beber y trabajo, mucho trabajo, todo va bien. Indiferencia completa, cuando no odio. Porque todos recordamos lo que la prensa dijo no hace mucho, con motivo de algunas mejoras introducidas en el régimen de las prisiones. Es demasiado para los pícaros, se leía en periódicos que se las echaban de avanzados. Nunca serán tratados tan mal como se merecen.
Pues bien, ciudadanas y ciudadanos: habiendo tenido ocasión de conocer dos cárceles de Francia y algunas de Rusia; habiéndome visto obligado, por circunstancias de mi vida, a estudiar con cierto detenimiento las cuestiones penitenciarias, creo que deber mío es decir a la faz del mundo lo que son las prisiones de hoy, así como el relatar mis observaciones y el exponer las reflexiones que estas observaciones me sugirieran.
Dicho esto, abordo la gran cuesti6n. En primer lugar, ¿en qué consiste el régimen de las prisiones francesas?
Sabido es que hay tres grandes categorías de prisiones: la Departamental, la Casa central y la Nueva Caledonia.
En lo que a la Nueva Caledonia se refiere, los datos que tenemos respecto a aquellas islas son tan contradictorios y tan incompletos, que es imposible formarse una idea justa de lo que es allí el régimen de los trabajos forzados.
En cuanto a las prisiones departamentales; la que nosotros nos vimos obligados a conocer, en Lyon, se halla en tan mal estado, que cuanto menos se hable de ella mejor será. En otra parte dije en qué estado la encontré, bosquejando a la vez la funesta influencia que ejerce sobre las criaturas que en ella están encerradas. Aquellos infelices son condenados, a causa del régimen a que se han sometido, a arrastrarse toda la vida por cárceles y presidios y a morir en una isla del Pacifico.
Por consiguiente, no digo más acerca de la prisión departamental de Lyon, y paso a la Casa central de Clairvaux, tanto más cuanto que, con la prisión militar de Brest, es el mejor edificio de tal suerte con que Francia cuenta, y, a juzgar por lo que se sabe respecto a las prisiones de los demás países, una de las mejores cárceles de Europa.
Veamos, pues, lo que es una de las mejores prisiones modernas; juzgaremos más acertadamente a las otras. Advertiremos que la vimos en las mejores condiciones: poco antes de llegar yo, uno de los detenidos había sido muerto en su celda por los carceleros, y toda la administración había sido cambiada; y con franqueza he de decir que la nueva administración no tenía en modo alguno aquel carácter que se halla en tantas otras cárceles: el de tratar de hacer la vida del detenido lo más penosa posible. Es también la única prisión grande de Francia que no tuviera una sedición después de las sediciones de hace dos años.
Cuando el ser humano se acerca a la inmensa muralla circular, que costea las pendientes de las colinas en una longitud de cuatro kilómetros, antes que ante una cárcel, creeríase junto a una pequeña población fabril. Chimeneas, cuatro de ellas grandísimas, humeantes, máquinas de vapor, una o dos turbinas y el acompasado ruido de los mecanismos en movimiento; he aquí lo que se ve y se oye al pronto. Consiste esto en que, para procurar ocupación a 1 400 detenidos, ha sido necesario erigir allí una inmensa fábrica de camas de hierro, innumerables talleres en los que se trabaja la seda y se hace el brocado de clases, tela grosera para muchas otras prisiones francesas, paño, ropa y calzado para los detenidos; hay también una fábrica de metros y de marcos, otra de gas, otra de botones y de toda clase de objetos de nácar, molinos de trigo, de centeno y así sucesivamente. Una inmensa huerta y extensos campos de avena se cultivan entre aquellas construcciones, y de cuando en cuando sale una brigada de aquella población sujeta, unas veces para cortar leña en el bosque, para arreglar un canal otras.
He ahí la inmensa inversión de fondos, y la variedad de oficios que ha sido necesario introducir para procurar un trabajo útil a 1 400 hombres.
Siendo incapaz el Estado de tan inmensa inversión de fondos y de colocar ventajosamente lo que producen, es evidente que ha tenido necesidad de dirigirse a contratistas, a los que cede el trabajo de los detenidos a precios en mucho inferiores a los que rigen fuera de la cárcel.
Efectivamente, los jornales de Clairvaux no son sino de 50 céntimos y de 1 franco. Mientras que en la fábrica de catres puede un hombre ganar hasta 2 francos, muchísimos detenidos no ganan sino 70 céntimos por jornada de 12 horas, y en ocasiones sólo 50. De esta cantidad el Estado se apropia una muy notable parte, y el resto es dividido en dos, una de las cuales se entrega al preso para que compre en el comedor algún alimento; el resto le es entregado cuando sale de la prisión.
En los talleres pasan los detenidos la mayor parte del día, salvo una hora de escuela, y 45 minutos de paseo, en fila, a los gritos de ¡una! ¡dos! de los carceleros, distracción a la que se denomina hacer la rastra de chorizos. El domingo se pasa en los patios, si hace buen día, y en los talleres cuando el tiempo no permite salir al aire libre.
Agreguemos aún que la Casa central de Clairvaux estaba organizada bajo el sistema de silencio absoluto, sistema tan contrario a la naturaleza humana que no podía ser mantenido sino a fuerza de castigos. Así es que durante los tres años que yo pasé en Clairvaux, fue cayendo en desuso. Abandonábase poco a poco, siempre que las conversaciones en el taller o en el paseo no fuesen demasiado acaloradas.
Mucho podría decirse acerca de esta cárcel provisional y de corrección; pero las palabras que le hemos dedicado bastarán para dar una idea general de lo que aquello es.
En cuanto a las prisiones de los otros países europeos, basta decir que no son mejores que la de Clairvaux. En las prisiones inglesas, por lo que de ellas sé, gracias a la literatura, a informes oficiales y a memorias, debo decir que se han mantenido ciertos usos que, afortunadamente, están abolidos en Francia. El tratamiento es en esta nación más humano, y el tradmill, la rueda sobre la que el detenido inglés camina como una ardilla, no existe en Francia; mientras que, por otra parte, el castigo francés, consistente en hacer andar al recluso durante meses, a causa de su carácter degradante, de la prolongación desmesurada del castigo y de lo arbitrariamente que es aplicado, resulta digno hermano de la pena corporal que aun se impone en Inglaterra.
Las prisiones alemanas tienen un carácter de dureza que las hace excesivamente penosas.
En cuanto a las prisiones austriacas y rusas, se hallan aún en un estado más deplorable.
Podemos, pues, tomar la Casa central de Francia como representante bastante bueno de la prisión moderna.
He ahí, en pocas palabras, el sistema de organización de las prisiones consideradas como las mejores en estos momentos. Veamos ahora cuáles son los resultados obtenidos por estas organizaciones excesivamente costosas.
Dos respuestas tiene esta pregunta. Y es la primera que todos, hasta la misma administración, están de acuerdo en que estos resultados son los más lastimosos.
El hombre que ha estado en la cárcel, volverá a ella.
Cierto, inevitable es esto; las cifras lo demuestran. Los informes anuales de la administración de justicia criminal de Francia, nos dicen que la mitad aproximadamente de los hombres juzgados por el Tribunal Supremo y las dos quintas partes de los sentenciados por la policía correccional, fueron educados en la cárcel, en el presidio: éstos son los reincidentes. Casi la mitad (de 42 a 45 por 100) de los juzgados por asesinato, y las tres cuartas partes (de 70 a 72 por 100) de los sentenciados por robo, son otros tantos reincidentes. 70 000 hombres son anualmente detenidos sólo en Francia. En cuanto a las cárceles centrales, más de la tercera parte (de 20 a 40 por 100) de los detenidos, puestos en libertad por aquellas mal nominadas instituciones correccionales, vuelven a la cárcel dentro de los doce meses que siguen a la fecha de su primera salida de ella. Es tan constante este hecho, que en Clairvaux se oía decir a los carceleros: Muy extraño es que Fulano aun no haya vuelto. ¿Habrá tenido tiempo de pasar a otro distrito judicial? Y hay en las casas centrales presos ancianos que, habiendo logrado tener un sitio bueno en el hospital o en el taller, ruegan, al salir de la cárcel, que se les reserve el sitio aquél para su próximo regreso. Aquellos pobres ancianos están seguros de que no tardarán en volver.
Por otra parte, los que han estudiado y conocen estas cosas (citaré por ejemplo, el doctor Lombroso), afirman que si se llevase cuenta de los que mueren en cuanto han salido de la cárcel, de los que cambian de nombre, o emigran, o logran ocultarse después de haber cometido un nuevo acto no de acuerdo con las leyes vigentes; si todos éstos fuesen tenidos en cuenta, uno se vería precisado a preguntarse si todos los detenidos puestos en libertad no incurren en la reincidencia.
He aquí lo que se consigue con las prisiones.
Pero no es esto todo. El hecho por el cual un hombre vuelve a la cárcel, es siempre más grave que el que cometiera la primera vez. Todos los escritores criminalistas están de acuerdo en esto.
La reincidencia se ha hecho un problema inmenso para Europa, un problema que Francia quiso no ha mucho resolver, enviando a todos los reincidentes a gustar de la fiebre de Cayena. Por otra parte, la exterminación empieza ya el camino. Todos habéis leído que, hace tres días, once reincidentes fueron pasados por las armas a bordo del navío que a aquel punto les llevaba; acto de salvajismo que será muy tenido en cuenta cuando el capitán de la embarcación sea nombrado director de la colonia de Cayena.
Pues bien, no obstante las reformas introducidas, no obstante los sistemas penitenciarios puestos a prueba, el resultado siempre ha sido igual. Por una parte, el número de hechos contrarios a las leyes existentes no aumenta ni disminuye, cualesquiera que sea el sistema de penas infligidas. Se ha abolido el knut ruso y la pena de muerte en Italia, y el número de asesinatos sigue siendo igual. Aumenta o disminuye la crueldad de los erigidos en jefes; cambia la crueldad o el jesuitismo de los sistemas penitenciarios, pero el número de los actos mal llamados crímenes, continúa invariable. Sólo le afectan otras causas, de las cuales ahora voy a hablar.
Y, por otra parte, cualesquiera que sean los cambios introducidos en el régimen penitenciario, la reincidencia no disminuye, lo cual es inevitable, lo cual debe ser así; la prisión mata en el hombre todas las cualidades que le hacen más propio para la vida en sociedad. Conviértenle en un ser que, fatalmente, deberá volver a la cárcel, y que expirará en una de esas tumbas de piedra sobre las cuales se escribe Casa de corrección -, y que los mismos carceleros llaman Casas de corrupción.
Si se me preguntara: ¿Qué podría hacerse para mejorar el régimen penitenciario?, ¡Nada! – responderia – porque no es posible mejorar una prisión. Salvo algunas pequeñas mejoras sin importancia, no hay absolutamente nada que hacer, sino demolerlas.
Para acabar con el asqueroso contrabando del tabaco podría proponer que se dejara fumar a los detenidos: Alemania lo ha hecho ya; y no le pesa haberlo hecho: el Estado vende tabaco en el comedor. Pero, después del contrabando del tabaco, vendría el del alcohol. Y todo conduciría al mismo resultado: a la explotaci6n de los detenidos por los encargados de vigilarles.
Podría proponer que al frente de cada prisión hubiera un Pestalozzi (me refiero al gran pedagogo suizo que recogía a los niños abandonados y hacía de ellos buenos ciudadanos), y podría también proponer que, en lugar de los vigilantes, ex soldados y ex policías casi todos, se pusieran sesenta o más Pestalozzi. Pero me responderíais: ¿Dónde encontrarlos? Y tendríais razón: porque el gran pedagogo suizo no hubiera aceptado la plaza de carcelero; hubiera dicho:
– El principio de toda prisión es falso, puesto que la privación de libertad lo es. Mientras privéis al hombre de libertad, no lograréis hacerle mejor. Cosecharéis la reincidencia.