Es habitual que la gente recurra al vulgar axioma de que llevamos en nuestra naturaleza el actuar violentamente y acabamos enfrentándonos unos con otros si no existe una autoridad fuerte que lo impida. Afortunadamente, la historia y el progreso juegan a favor de los que consideramos que no existe determinismo biológico alguno, y mucho menos de ningún otro tipo, y que el principio de autoridad (violencia institucionalizada) es pernicioso. De esa manera, se abren las posibilidades para el ser humano y la sociedad, creando las bases sólidas para erradicar la violencia, no tanto tal vez de uno como sí de la otra. Las propuestas que se dan en numerosos estudios sociales, hablando de disciplinas como la sociología o la psicología social, están muy cerca de la visión educativa libertaria, algo que debería abrir los ojos sobre la idea que se suele tener del anarquismo.
La educación tradicional, creada a partir de la Revolución Industrial, se basaba en una fuerte jerarquía, en la obediencia ciega y en apartar a los que no se ajustaran a este modelo. En la actualidad, con lo que la tecnología ha transformado la sociedad, el sistema educativo sufre una evidente crisis que, desgraciadamente, lleva a la reacción a intentar potenciar los elementos autoritarios. El acceso a la información es más sencillo que nunca, los estímulos en ese sentido son continuos, y parece claro que esa vorágine ayuda también a preparar actitudes violentas. El profesor, como ha propuesto la pedagogía libertaria, nunca debió limitarse a aportar una información y sí a ayudar al educando a que construya su propia interpretación del mundo, a que adquiera las habilidades al respecto y que se muestre tan crítico como creativo. En los libros que tratan de aportar elementos “innovadores” se habla de «educar para la ciudadanía democrática». Bien, no nos enfrentemos de momento a un problema de terminología, hablando de anarquismo (aunque, a mí no me disgusta hablar de la profundización en la democracia que supone una sociedad libertaria, desprendiendo, claro está, al término de todo carácter representativo) y dejemos a un lado, de momento, el contexto global de una instancia jerarquizada que monopoliza la violencia (se pretende erradicar la violencia de las aulas, pero se olvida esta situación sociopolítica). Dejando a un lado esta cuestión de momento, los profesionales de la ciencia sociales parecen de acuerdo en considerar el absolutismo un lastre del pasado muy negativo, resulta ya ridículo insistir en certezas absolutas (propias de clases sacerdotales o mediadoras de algún tipo), y en lo importante de que aceptemos la pluralidad. El autoritarismo debe ser definitivamente superado, y solo el anarquismo irá ten lejos al respecto en sus propuestas, no solo en la escuela, también en el ámbito familiar. La escuela no es más que un microcosmos de la sociedad, por lo que no se puede separar rígidamente de ella. Por lo tanto, la insistencia en la educación es primordial para erradicar la violencia en la sociedad y ello solo es posible con una auténtica igualdad, sin exclusiones de ningún tipo; por otra parte, la educación no se limita al centro escolar, puede existir una colaboración íntima con el resto de la sociedad.
La multiculturalidad es una realidad en las sociedades posmodernas, algo que puede estar en consonancia con un pensamiento libre y con la erradicación del absolutismo, y no con caer en el relativismo más vulgar. Frente a los reaccionarios, que enfatizan los problemas que supone ese crisol de culturas, hay que insistir en utilizarla de base para una educación en la que la libertad e igualdad no sea un mero derecho establecido en un papel sin reflejo en la práctica. Los derechos humanos deben ser una conquista universal de la humanidad, y no son admisibles los aspectos de una cultura que los transgreda, la multiculturalidad junto a una educación libertaria (no se me ocurre otra palabra que aúne la erradicación del dogma y del autoritarismo) son la base para que ello sea una realidad en la práctica. Otro gran problema sigue siendo la llamada violencia de género, y de nuevo hay que insistir en una profundización en la verdadera igualdad de hombres y mujeres, el esquema de dominación sigue permaneciendo intacto (no importan quien se sitúe en lo más alto) con la apariencia de algún avance en los derechos de personas tradicionalmente marginadas. La escuela ha sido, y sigue siendo no pocas veces, habitual escenario de situaciones humillantes y excluyentes, por lo que erradicar definitivamente esas situaciones, crear la verdadera igualdad en definitiva es uno de los principales objetivos para prevenir la violencia. Porque los numerosos estudios demuestran que los agresores, en el ámbito que fuere, tienden a identificarse con un modelo social basado en el dominio y la subordinación; del mismo modo, las personas violentas suelen tener la incapacidad de empatizar con los demás y tienden a volcar en los demás las situaciones que han sufrido en sus vidas (humillaciones, exclusiones, frustraciones…), con una evidente falta de habilidad para emplear otras estrategias que no sean la de la violencia. Desde temprana edad, y para prevenir futuras situaciones violentas, es importante acabar con la marginación y favorecer en los chavales los valores de empatía y apoyo mutuo.
La psicología demuestra que existe cierta necesidad en el ser humano a creer que «el mundo es justo», lo que también conduce a pensar que los peores males nunca se producen en nuestras vidas (puede ser algo parecido a la «tranquilidad existencial» de otros ámbitos humanos, que impide que el ser humano se haga preguntas). Esta tendencia conduce no pocas veces a distorsionar nuestra percepción del mundo y a inhibirse a la hora de ayudar a las víctimas de situaciones graves. Es primordial sacar a la luz estos mecanismos, de cara a mostrarnos más lúcidos y solidarios, profundizando en los problemas sociales y tratando subsanarlos de raíz. Es frecuente la actitud conformista, que está detrás de expresiones como «las cosas siempre han sido así», la cual lleva a la inacción y falta de compromiso, y la tendencia a minimizar situaciones graves, en la escuela y en la sociedad, de marginación y agresiones (en las que el autoritarismo suele ser el protagonista). Desgraciadamente, existen pautas profundamente arraigadas en el sistema educativo y en la sociedad y solo con transformaciones radicales, extendidas también a lo político y económico, parece posible acabar con la violencia y el autoritarismo.
Por lo tanto, y según las ciencias sociales, la jerarquización y la familia nuclear son consideradas ya un obstáculo para unas mejores condiciones educativas. Tanto la autoridad del profesor como la del patriarcado son puestas en cuestión por los análisis actuales. Frente a ello, una activa participación de los estudiantes y una íntima colaboración de la escuela con el conjunto de la sociedad. Lo que se demanda es que no haya participantes en el proceso educativo, incluidos los padres, que se encuentren aislados del mundo exterior, para así obtener una mayor responsabilidad y fortaleza psicológica para asumir y resolver problemas. Estas investigaciones demuestran la eficacia de la colaboración entre profesores y alumnos, así como entre la escuela y los movimientos sociales. Hay que observar la gran cantidad de estímulos que reciben los educandos en nuestra sociedad actual, que tantas veces les llevan a actuar de forma violenta y autoritaria. Estos riesgos, al menos en parte, son señalados constantemente, pero pocos cuestionan en profundidad la constante apología de la violencia y de la autoridad coercitiva (ambas cosas, se harán de manera explícita o de forma más sutil) que se da en los medios de comunicación y que está presente en las instituciones y en la sociedad. Los anarquistas siempre han apostando por educar y dialogar, para el enriquecimiento de diversas posturas, frente a imponer (insisto, se haga de la forma que fuere).
Frente a los numerosos problemas que sufre el sistema educativo actual, tantas veces se alude en cnoversaciones coloquiales a la necesidad de elementos propios de una educación «tradicional» con una autoridad más fuerte, algo demostrado pernicioso. Es indisociable la educación con la sociedad de la que forma parte, y con los valores que en ella se encuentran, de tal manera que resulta inasumible para casi nadie, excepto en esos impulsos circunstanciales que demandan cierta regresión, una vuelta al aislamiento autoritario. Del mismo modo que, frente a los grandes problemas de la democracia representativa, no se pide un retorno a formas sociopolíticas autárquicas y/o autoritarias. Al igual que en el resto de la sociedad, se desea una pluralidad, una absoluta falta de exclusión y una implicación total de todas las personas que intervienen en el proceso productivo (en este caso, la educación con sus programas). Lo que demuestran numerosos estudios es que esto, no es solo una demanda moral y política por sí sola legítima, sino que las ciencias sociales demuestran que resulta también eficaz y es impensable ya recurrir a modelos autoritarios. La marginación, en cualquier ámbito, está siempre relacionada con las actitudes violentas y con un pensamiento más absolutista y egocéntrico. Profundizar en los problemas, con la paciencia y lucidez que ello requiere, y la insistencia en valores de cooperación y respeto mutuo son la características de un modelo social y educativo libertario; la tendencia es a que se mencionen estas características como las más justas y eficaces, sin que después exista una aplicación radical en la práctica. El sistema estatista y capitalista, con su jerarquización y con sus numerosos intereses económicos, hace que resulte imposible esa transformación.
Hace poco, se publicó una entrevista en la que un filósofo, especulando sobre la noción de emancipación, hablaba de nuestra recurrente crítica a los constantes estímulos informativos que, supuestamente, mantienen alienadas a las personas. De esta reflexión se deduce que existiría una discurso verdadero, que la gente desatendería debido a todo ese ruido banal y distorsionador. Según este autor, esta visión supone una falta de respeto hacia las personas y una presunción de su autoalienación. De acuerdo en parte, no deseamos sostener ningún «discurso verdadero», pero todos esos estímulos son dignos de ser cuestionados, así como el contexto en que se producen. Tal vez nuestra emancipación o verdadera identidad no está esperando a ser descubierta debajo de numerosos bloques impuestos, pero exigimos poder edificar nuestra vida y la sociedad tal y como deseemos, y para ello no existe más camino que demoler esos bloques para posteriormente ejercer ese derecho. Si la inmensa mayoría de las representaciones sociales abundan en modelos de jerarquía y violencia, las respuestas reales van a ser en gran medida acordes con ello, difícilmente podemos contraponer un mundo basado en la cooperación y la solidaridad. Resulta peculiar establecer de raíz un sistema con los medios productivos concentrados en pocas manos, subordinado a intereses privados y con la violencia institucionalizada, que da lugar a notables problemas, con numerosos excluidos y víctimas, para luego tratar de atender únicamente esos síntomas con medidas que rechazan la violencia «en todas sus formas y representaciones». Estas afirmaciones de los profesionales de las ciencias sociales son, seguramente, sinceras mayoritariamente, pero hay que acudir también a la raíz de la enfermedad y no solo a sus manifestaciones.
El modelo de dominio-sumisión es la base para la violencia, o en otras palabras la violencia engendra violencia. Romper con esa cadena implica, en mi opinión una transformación radical de la sociedad. Por muy loable que resulten los esfuerzos familiares y educativos en ese sentido, el contexto global en que se producen es, tantas veces, determinante. La confianza en uno mismo y en los demás, los mecanismos psicosociales que ayudan a fortalecerla, solo parece posible en una educación auténticamente transformadora subsumida en una sociedad en la que predominen esos valores. De lo contrario, la amenaza de problemas relacionados con la violencia se convierten en una realidad más tarde o más temprano. Espero que se me entienda bien, la violencia es siempre reprobable, pero existe la tendencia a condenar solo una parte implicada que, demasiadas veces, es la más débil y evidente dentro de una sociedad clasista. Este análisis, no solo no supone que no se reconozca las personas víctimas de esa violencia, sino que pretende sentar las bases para que no exista ningún tipo de abuso en nuestra sociedad. Hablar de igualdad a nivel local, algo que tampoco adquiere un reconocimiento en la práctica por otra parte, mientras en el conjunto del planeta es evidente que hay una mayoría que no disfruta de los más elementales derechos es, cuanto menos, peculiar. Esta reflexión sobre los derechos humanos, con el reconocimiento apriorístico de que el racismo o el sexismo son algo inasumible, no puede abstraerse de un mundo dividido en naciones/Estado, con mayor o menor grado de autoritarismo, y dominado por un sistema económico basado en la explotación y el saqueo. No obstante, es de agradecer que la ciencias sociales demuestren lo necesario de la cooperación, de la igualdad y erradicación de toda discriminación, de una activa lucha por los derechos humanos y de la erradicación de raíz de las bases para el abuso y la violencia. Todo ello puede ser apoyado por el anarquismo y los anarquistas, como base para una auténtica emancipación social, pero solo adquiriendo sentido en la práctica transformadora del conjunto de la sociedad.
José María Fernández Paniagua
(Artículo publicado en el periódico anarquista Tierra y libertad núm.263 (junio de 2008)
Fuente: http://acracia.org/Acracia/Reflexiones_sobre_la_educacion_y_la_violencia.html