Corren tiempos aciagos para la mayoría de mujeres y hombres de este país, no solo por las consecuencias de este expolio al que llaman crisis, sino, además, por el ataque feroz a tantos derechos obtenidos después de años de lucha contra las clases privilegiadas y sus instrumentos de poder, que convierten en ciencia económica lo que no es más que el propósito de las élites del Estado de incrementar sus beneficios exprimiendo hasta el límite al resto de la población.
Pero existe una memoria de las clases populares, de la clase trabajadora, en la que se ha plantado cara al poder y que a menudo no ha sido recogida por la historia oficial. En educación, hubo un movimiento formado por alumnas y alumnos, padres, madres, profesoras y profesores que no aceptó hace veinticinco años lo que entonces se pretendía desde el poder económico y político, y que consiguió pararlo en la calle. Es el momento de recordarlo, como ejemplo de una movilización que obligó al poder a claudicar.
En 1987, una enorme crisis económica se abatía sobre este país desde hacía ya casi una década. El porcentaje de paro superaba el 20% de la población activa y el paro juvenil en los y las menores de 29 años rozaba el 50%. Las políticas del gobierno del PSOE, aunque pretendidamente dirigidas a acabar con la crisis, se habían centrado en cumplir los acuerdos para la adhesión de España a la CEE (actual UE): para ello, elaboraron una serie de planes de ajuste cuyas piedras angulares fueron la reconversión industrial y la reforma del Estatuto de los Trabajadores, donde se introdujeron nuevas formas de contratación y de despido, vinculadas a la reducción de los costes laborales mediante la moderación salarial y la flexibilización del despido.
Faltaba una tercera pata para completar el trípode: la reforma educativa, y es este contexto económico el que explica los principales objetivos de dicha reforma.
La política educativa del gobierno del PSOE se centró en la elaboración de una gran reforma que tuvo dos pilares fundamentales: el abaratamiento de los costes de la educación pública, y el control social de una juventud rebelde y muy castigada por la falta de expectativas. Una élite de expertos en diferentes ámbitos de las ciencias sociales (entre los que se contaba el propio ministro Maravall) se encargaron del primero de los objetivos con dos importantes decisiones: disminuir el número de estudiantes que accedían a la educación superior por medio de controles de acceso en las etapas educativas previas, y aplicar la política de moderación salarial en el profesorado, estableciendo divisiones sectoriales entre ellos y evitando la homologación de sus salarios con el resto del funcionariado público. El segundo escalafón del ministerio, formado fundamentalmente por un importante sector de miembros de comunidades católicas progresistas surgidas del Concilio Vaticano II, se encargó de la producción de un nuevo discurso educativo, conformado por un lenguaje en teoría apolítico y no conflictivo, de innegables raíces cristianas, destinado a moderar el espíritu juvenil (proceso de moralización) y despolitizarlo y así apartar el pensamiento verdaderamente crítico del espacio de la educación.
Así aparece la primera gran ley educativa de la transición (LODE), promulgada por el PSOE en 1985. En ella se sentaron las bases de la educación concertada tal y como la conocemos hoy, garantizando las subvenciones a este tipo de centros, mayoritariamente religiosos, por encima incluso de las inversiones en la enseñanza pública. Las siguientes actuaciones fueron un endurecimiento de la Selectividad y la consiguiente introducción de numerus clausus en el acceso a la Universidad. Al coincidir esto con un aumento demográfico muy importante, numerosos jóvenes quedaron fuera del sistema educativo superior, y algunos de ellos se reunieron en Asamblea en Madrid en septiembre de 1986. Fue el germen de las huelgas estudiantiles que se prolongaron de forma discontinua durante seis meses, y en la que los y las estudiantes reclamaron la eliminación de la selectividad, la absoluta gratuidad de la enseñanza pública, el mantenimiento de los exámenes de septiembre (pues el Ministerio proyectaba su eliminación reduciéndo las oportunidades de los estudiantes), y mayor inversión para la educación pública en forma de aumento del presupuesto de los propios centros (centros que estaban construidos deficientemente, con una escasa dotación material y una gran masificación en las aulas), frente a la privada concertada. Pero fue la Selectividad la que se convirtió en el centro de la protesta: lo que las autoridades presentaban como un recurso técnico y racional al estar combinado con la limitación numérica en los estudios universitarios, en realidad era una forma de que una parte importantísima de las y los estudiantes nunca pudiera estudiar aquello hacia lo que se sentía inclinado.
La protesta fue larga. La respuesta del Estado, brutal, llegando a su punto culminante en la manifestación del 23 de enero de 1987, cuando la estudiante María Luisa Prada fue herida de bala por la policía. Finalmente, en las negociaciones de marzo de 1987 la Selectividad se mantuvo, y esto ha hecho que se hayan considerado poco destacables los resultados obtenidos por las y los estudiantes: mantenimiento de los exámenes de septiembre, aumento del presupuesto de los centros públicos, eliminación de las tasas académicas (el bachillerato fue por primera vez completamente gratuito en el curso 87-88) y la suspensión temporal de las reformas educativas. Pero lo más importante de este movimiento estudiantil fue que abrió una brecha en el sistema político del momento, con el uso de un lenguaje asambleario que apostaba por la autoorganización plenamente horizontal, que rechazaba toda intermediación de organizaciones burocráticas y que posteriormente fue adoptado por otros colectivos y movimientos reivindicativos organizados en forma de coordinadora: personal médico de hospital, conductores de autobuses y profesores y profesoras de EGB y enseñanzas medias. La muestra de que esto constituyó un peligro a la “normalidad institucional” (en palabras de Felipe González) fue la colaboración de todos los medios de comunicación asociando la reivindicación estudiantil con la violencia vandálica y gratuita como único icono de las protestas.
Paralelamente a estos acontecimientos, el Gobierno intentó sacar adelante un Estatuto del Profesorado que lo dividía en tres tramos, con el fin de que los salarios dependieran de una combinación de antigüedad en la profesión, méritos y algún tipo de examen. Así los sueldos no se regirían por los mismos conceptos que el resto del funcionariado público y se abría la puerta a la desfuncionarización de los y las docentes. Pero este proyecto de ley se encontró muy pronto con la oposición del profesorado: es evidente que la larga huelga de los estudiantes influía en los docentes, la convicción de los jóvenes, la seriedad de la organización y lo loable de su reivindicación (poder estudiar sin barreras artificiales) habían creado un caldo de cultivo que se sustanció en una huelga convocada en Sevilla en enero de 1987 por profesoras y profesores afiliados a CCOO (al margen de la dirección), y que pronto se extendió a todas las grandes ciudades del Estado.
Una de las características del movimiento reivindicativo del profesorado fue que desde el inicio se distanció de los sindicatos mayoritarios y grupos políticos y, formados en Asamblea, con el nombre de Coordinadora, establecieron un calendario de huelgas intermitentes de dos días por semana exigiendo la retirada del proyecto de Estatuto del Profesorado. El seguimiento fue masivo: un 80% del profesorado se puso en huelga. Y las convocatorias posteriores mantuvieron un similar grado de seguimiento. Además de lo anterior, las reivindicaciones planteadas fueron la homologación retributiva del profesorado con el resto del funcionariado de igual titulación, jubilación anticipada a los 60 años económicamente incentivada, regulación de la responsabilidad civil de los y las docentes por los accidentes del alumnado a su cargo y estabilidad en el empleo del profesorado interino y reconocimiento de su antigüedad para el acceso al funcionariado.
Las profesoras y profesores en huelga tuvieron que luchar contra dos contrincantes inesperados a lo largo de la extensa movilización: los medios de comunicación y algunos sindicatos mayoritarios que pretendieron inicialmente capitalizar las protestas y posteriormente difuminarlas llegando a pactos con el Ministerio al margen de los trabajadores. Para ello se habían convocado las primeras elecciones sindicales en el ámbito de la educación (diciembre de 1987), que se resolvieron con una altísima abstención. Estas organizaciones sindicales más próximas al poder necesitaban la legitimidad electoral que no les reconocían las asambleas de profesores para poder negociar con la administración en lugar de la Coordinadora; así fue como, en marzo de 1988, cuatro sindicatos firmaron una serie de acuerdos con el Ministerio que posteriormente fueron rechazados en referendum por el 82% del profesorado.
A partir de ese momento, entraron en juego los medios comunicación: cuando la huelga se alargó en el tiempo y quedó claro que los docentes iban a mantener sus movilizaciones y no estaban dispuestos a dejarse guiar por organizaciones afines al gobierno se inició una campaña de los diarios de información nacional (algunos editoriales del diario El País son antológicos) pretendiendo desautorizar y desprestigiar a las profesoras y profesores ante la sociedad.
Finalmente, tras más de un año de movilizaciones, convocatorias de huelgas intermitentes y una huelga indefinida convocada por la Coordinadora, el Ministerio comenzó las negociaciones a finales de la primavera de 1988, y en otoño se firmó un nuevo acuerdo retributivo con un importante aumento salarial y un proceso de homologación paulatino (que incluía los sexenios), un nuevo sistema de acceso a la función pública para interinos, un aumento en la inversión de la educación pública destinada a los centros (que impidió que durante un tiempo se incrementaran los fondos a la escuela concertada y así se ralentizó su extensión), el acuerdo sobre la jubilación anticipada a los 60 años, un nuevo concurso de traslados, y la regulación del sistema de acceso de maestros a profesores de secundaria.
Y así, después de casi dos años de movilizaciones conjuntas de estudiantes, madres y padres, profesoras y profesores, además de importantes mejoras en las condiciones laborales y salariales de las trabajadoras y trabajadores de la enseñanza se consiguió paralizar una ley en la que ya se vislumbraba el camino hacia la mercantilización de la educación que tan actual nos parece hoy; una ley redactada en un lenguaje falsamente pedagógico y buenista de raíces cristianas, y diseñada por los hijos de las élites ilustradas del franquismo con criterios de fondo economicista como el abaratamiento de costes y la eficiencia, y que esgrimía la bandera de la calidad como mecanismo para la desigualdad. Una ley que llevaba aparejada la paulatina profesionalización del cuerpo de directores, y el reforzamiento de un nuevo cuerpo de inspección (cuerpo que fue suprimido en estos años, y que no sería de nuevo creado hasta la LOPEG de 1995) como medida más eficaz contra la democratización de los centros educativos y la participación asamblearia de toda la comunidad educativa en la toma de decisiones.
A partir de entonces,y tras ese intermedio de varios años ganados al Poder con la protesta y la lucha de 1987 y 1988, de nuevo, una maraña de leyes, órdenes y circulares han ido restringiendo la autonomía de los centros, y buscando convertir la labor docente en un laberinto burocrático sin fin con el propósito claro y directo de acabar con la energía y el placer de educar, enseñar, aprender.